martes, 9 de diciembre de 2008

Justicia y Derechos Humanos. Por los 60 años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos



El período de guerras mundiales trajo como lección que los seres humanos somos capaces de llegar a niveles atroces e inenarrables en cuanto al respeto de nuestros congéneres, al punto de provocar indecibles sufrimientos y pesares en pos de valores degradan terriblemente a la humanidad: el hombre como victimario del hombre.

Tras haber tocado fondo, correspondía marcar distancia de lo vivido. Es así que se gesta la Declaración Universal de los Derechos Humanos, como una expresión del “nunca más”, con miras a generar una conciencia mundial de respeto a los derechos de las personas, fundamentada en el reconocimiento de su dignidad, es decir en que cada uno de nosotros es fin en sí mismo y poseedor de derechos inalienables por el sólo hecho de ser humano.

Vida, libertad, igualdad, seguridad son derechos que protege la Declaración Universal, y que son complementados posteriormente por nuevas generaciones de derechos entre los que se encuentran la salud, la protección de un medio ambiente adecuado, el trabajo, la seguridad social, elegir y ser elegido, etc. Sin embargo, ninguno de estos derechos sería posible sin un sistema especializado en hacerlos efectivos, es decir en extraerlos del plano de las declaraciones y llevarlos al mundo real, donde día a día se juega su respeto o vulneración.

Si bien la promoción y protección de los derechos humanos es tarea de todos y especialmente del Estado, las democracias como las nuestras han dispuesto la existencia de un sistema de justicia encargado de hacer efectivos los derechos. De ese modo, ante un riesgo concreto de vulneración o ante una violación acaecida, los actores del aparato de justicia deben ponerse en marcha para acabar con tal despropósito y remediar el ataque venga de donde venga, incluso cuando proviene del propio Estado.

Ahora bien, así como en el período de guerras el mundo vivió su noche septembrina, el Perú también ha sufrido una tragedia de grandes proporciones, la misma que no se remonta a los años 40, sino al reciente período que va desde 1980 hasta el 2000. Se calcula que alrededor de 70 000 personas murieron durante esos años y se cuentan por decenas las historias de horror en las que un peruano es victimario de otro peruano. ¿Es acaso muy difícil extraer de nuestra tragedia lecciones similares a las que las guerras mundiales nos dejaron?

La falta de un convencimiento pleno por parte de los peruanos acerca del respeto a la vida, libertad, igualdad, seguridad, salud, medio ambiente, trabajo, etc., de cada uno de los peruanos, nos lleva a pensar que estamos muy lejos de haber aprendido localmente la lección que dejan las grandes tragedias de la historia. En ese contexto, la labor de un Estado protector de los derechos, pero sobre todo de un sistema de justicia independiente, es contribuir a que la sangre y las lágrimas no hayan sido derramadas en vano y, con ello, podamos superar las duras secuelas personales y sociales que nos dejó el conflicto a fin continuar en la construcción un país en el cual todo los peruanos tengamos un lugar.

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