Probablemente uno de los males mas extendidos en esta pasta azul que llamamos mundo, es aquel nudo asfixiante en la garganta que empantana la salida de la palabra “disculpa” o cualquiera que se le asemeje en momentos mas o menos importantes de nuestra vida.
Tengo la impresión que generalmente son más las “disculpas” que no han tenido sonoridad, que los “te quiero”. Y eso que hay ejemplos hasta el cansancio de “te quiero” jamás dichos. Sólo basta viajar unos segundos o minutos por los recuerdos de uno mismo para hallar al menos un caso.
El costo de la enfermedad de no disculparse es inconmensurable: millares de familias deshechas, padres, hijos, esposos, hermanos, abuelos peleados, enfrentamientos entre pueblos, retrocesos científicos considerables, etc. Y ni qué decir, de las tantas personas comunes, crónicamente enfermas, que por su incapacidad de disculparse han olvidado que yerran y viven atropellando el perdón y la querencia hasta el desamor.
Para mi bien, tengo muchas expectativas de hallar una solución en el único plano que puedo manejar mas o menos bien: el personal, es decir, de pedirme disculpas a mí mismo, por todo aquello que lo amerita. Sin embargo, en este punto empieza la historia de otro de los grandes males de larga data y alcance: la incapacidad de perdonar, aún cuando exista una disculpa de por medio.
domingo, 13 de julio de 2008
Puede que junio termine
por eso les dejo esta nota, que tal vez sea la del estribo.
Brevemente, comento que este texto surgió a iniciativa de Sara Esteban Delgado. Ella convocó a la Cofradía de los Abrazos para que escribiéramos cada uno, una prosa apátrida emulando a Julio Ramón Ribeyro. Este es mi aporte surgido en un arrebato del alma.
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